Mezclada entre la gente allí asistente, estaba Samara, junto a una
columna, como escondida, como si temiera que algún conocido la
descubriera. Quería pasar desapercibida. En su rostro se advertía
una como suave melancolía, y en sus grandes ojos verdes brillaba
húmeda la tristeza. No lo pudo evitar, y una lágrima resbaló por su
mejilla. Se sobrepuso de inmediato, y limpiándose la cara con
rápido movimiento de su mano, esbozó una sonrisa, sin saber
porqué, ni para quién. Estaba sola.
Al banquete, en el mejor hotel de la ciudad, acudieron todos los
amigos y conocidos de los novios, así como un par de extraños
individuos que Ricardo no conocía, pero que sabía eran de la
organización.
En los siguientes días tras el casamiento, Ricardo y Malva se
dedicaron a poner en orden todo lo concerniente a su situación
económica, hablando y haciendo acuerdos con el banco.
Habló con Ignacio para traspasarle la librería, éste pagaría una
cantidad mensual a convenir durante un determinado tiempo, al fin
del cual sería el dueño del negocio.
La pareja de recién casados eligió un país allende el mar, donde la
lengua era la misma, y no tendrían necesidad de aprender una
nueva; y donde también tendría la posibilidad de reanudar su
trabajo y afición a los libros, abriendo una nueva librería.
Todo pareció salir a pedir de boca. Se instalaron en su nuevo
domicilio, en la nación elegida. Y poco a poco se iban adaptando al
cambio experimentado, y parecía que eran felices.
Un domingo, estando ambos tomando café en una terraza, se les
acercó un extraño, un señor bien vestido, elegante, y de exquisitos
modales y les dijo:
-La luz la trajo Lucifer.
Ricardo se quedó de momento confuso, no sabía, no entendía. Un
recuerdo brilló al pronto, se encendió en su mente y alumbró ésta.
Se vio constreñido a responder:
-Nosotros somos hijos de la luz. Pero eso no era lo pactado.
El hombre desapareció, y Malva preguntó:
-¿Quién era, qué quería?
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